Van Gogh - El buen samaritano |
Es muy fácil instalarse en el cómodo refugio del relativismo, cada uno a lo suyo, como alguien dijo en televisión: cada uno tiene su verdad y yo cuento la mía. Pero es necesario superar ese relativismo barato, nacido muchas veces de la pura comodidad, de la pereza de poner el entendimiento en marcha y hacer un esfuerzo en buscar principios y normas universales, que puedan servir para todos. También es difícil el acuerdo.
Desde siempre, en todas las culturas y religiones, ha circulado la llamada Regla de oro de la conducta. Se ha formulado de dos formas:
En su versión negativa: No hagas a los demás lo que no quieras que te hagan a ti.
En su versión positiva: Haz a los demás lo que quisieras que te hicieran.
La versión positiva es mejor. Uno sabe a qué atenerse a la hora de decidir qué hacer, sin tener que estar obedeciendo reglas interminables que le vienen prescritas de fuera. Pero, claro, nadie ni nada es perfecto. Para serlo, la regla de oro tendría que ser aplicada por gente que estuviera en sus cabales, porque, ¿qué pasaría cuando un masoquista decidiera hacer a los demás lo que quiere para él? Que pronto se convertiría en un sádico. Y a nadie le gustaría que le hiciera un favor.
En general sigue siendo una constante para plantearse qué hacer, pero peca de subjetiva y como cada cual es hijo de su padre y de su madre, a saber qué quiere para sí cada uno y qué le gusta, porque para gustos los colores.
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